Está claro que
D. RODRIGO DÍAZ DE VIVAR, ha sido reenganchado de forma obligada como adalid
para la defensa de su buen nombre. El túmulo donde descansan sus huesos es
expoliado en la actualidad al igual que lo hicieran los soldados de la Grande
Armée en su enterramiento de San Pedro de Cardeña, para regocijo de los
intérpretes modernos de la historia, tan abnegados y desprendidos en su
cometido, como malintencionados en sus resultados.
Nuevamente el caballero
castellano es enviado al destierro víctima de la traición de algunos de sus
herederos, obligándolo a exponer su inerte cuerpo sobre la montura de su
también finado caballo. Pero esta vez
no serán los temibles guerreros Almorávides a los que tendrá que acometer con su
póstuma Algarada, si no a la torna-fulle de algunos torticeros
comunicadores que con la intención de desmontar el imaginario patrio, al que
acusan de Franquista, descomponen la historia pretendiendo extraer los desechos
y esparcirlos al voleo. Estas circunstancias, que podríamos llamar
historiográficas, para los verdaderos profesionales de la cosa no suponen un
ataque al personaje ni a los hechos, si no más bien los enriquecen y amplían,
considerando que los eruditos de la cronología no albergan ninguna intención
más que la propiamente pedagógica. Por el contrario, los inquisidores de la
memoria histórica, tras desechar la parte de la historia que jamás les ha
interesado, extraen aquella que más les atrae para ser convenientemente
inoculada en las mentes de la desprevenida concurrencia. Sin ningún criterio
mas que la exhibición de una pretendida modernidad, evidencian sucesos o
episodios que resultan singulares por desconocidos al gran público,
entreverando la leyenda con la metódica historia, consiguiendo finalmente
desfigurar al personaje hasta acomodarlo a los gustos de su público.
Pocas naciones
poseen en su historia una figura tan poderosa y atrayente como lo es la del CID
CAMPEADOR, un personaje popular gracias al “Cantar de Mio Cid”, un cantar de
gesta de autor anónimo considerado la primera obra poética extensa de la
literatura española. En dicha Trova de
3735 versos se cuenta las hazañas
épicas de un Caballero Castellano del siglo XI, ejemplo y modelo del caballero
medieval y de las virtudes propias de la época.
Basado en
hechos reales constatables en algunos casos, sus versos mezclan éstos con
exaltaciones propias de la lírica popular que lo enriquecen en su faceta
poética a través de la epopeya. Pero estas circunstancias
no pueden ser utilizadas contra un personaje que tantas virtudes aporta a la
sociedad. Bajo la proyección de su espectro se agrupan las mejores excelencias
que cualquier país, institución o grupo pudieran pretender. En una sociedad en
la que cada vez son menos los referentes, intentar aniquilar a los pocos que nos
quedan, además de mezquino resulta pretencioso y gratuito. Las sociedades se
cohesionan por múltiples factores y uno de ellos es la historia común, la cual
crea inevitablemente estos personajes.
El Poema
describe en sus páginas algunos hechos que los historiadores con el paso del
tiempo han ido suponiendo o demostrando como aderezo a la verdadera existencia
del mito. Las circunstancias a las
que me refiero en anteriores párrafos, no son más que acontecimientos poco
conocidos o desvirtuados del propio contexto temporal en el que se produjeron,
y que sorprenden o incomodan a los oyentes por resultar ignotos o contrarios a
la imagen que del Poema se les ha proyectado. Me explicaré, por temor a no ser
entendido yo mismo.
Una de las circunstancias
más utilizadas en los contenidos de algunas de las recientes publicaciones de
los medios de difusión, es la utilización de conceptos actuales como arma
arrojadiza para calificar el proceder del personaje, así muchas personas lo
acusan de ser un MERCENARIO.
¿Puede decirse
que el CID era un Mercenario?. En mi modesta opinión no.
Si bien el
término es usado desde la antigüedad, la utilización que hoy se hace de él para
referirse a nuestro personaje resulta inadecuado por lo demoledor que resulta
para su fama, pues es una alocución que denota una ausencia de valores morales
colosal, dejando al sujeto desnudo de ideales y bajo el yugo de un único señor,
el dinero. Pero si contemplamos el término desde la perspectiva de la época en
que se produce observamos que nada tiene que ver con la imagen actual.
En el medievo
la guerra resultaba algo cotidiano, es más, era percibida como una actividad
preclara y necesaria que acrecentaba las virtudes de sus implicados, muy
alejada de la imagen que de ella tenemos hoy en día. Se preparaba a los jóvenes
nobles desde muy temprana edad, y su ejercicio constituía un privilegio que se
reservaba en gran parte a los estamentos más altos de la sociedad. Entonces, si partimos desde esta nueva
perspectiva, la participación en el oficio de las armas conformaba en sí mismo
un privilegio en el que la instrucción además de por las armas, pasaba por la
inculcación de los valores propios que garantizaran la lealtad postrera del
caballero. En una época en la que no existen ejércitos tal y como los conocemos
hoy; los diferentes señores se aseguraban la lealtad de los hombres de armas -agrupados en mesnadas- a cuenta de ciertos
privilegios, títulos, territorios o como partícipes de las riquezas obtenidas
en las contiendas, pero su lealtad venía afianzada mediante la estimulación de
los vínculos tradicionales como son los lazos de sangre, el linaje, la
procedencia, los fuertes nexos religiosos o el revestimiento de honorabilidad
del sujeto, que al fin y al cabo resultaban determinantes en sus
comportamientos.
En el mismo
contexto, es decir, teniendo en cuenta las costumbres, modos y circunstancias
de la época en la que se produce la epopeya Cidiana, la geopolítica en la
Península Ibérica obligaba casi inexcusadamente al encuentro
entre los diferentes reinos, ya fuesen cristianos o musulmanes. La ineludible
coexistencia entre ellos inevitablemente alimentaba la creación de pactos y
alianzas, pero también la de conflictos y disensiones. Era frecuente que reinos
cristianos acudieran en auxilio de otros musulmanes con ocasión de intereses
compartidos, un ejemplo sería la Batalla de Graus – cerca de Huesca- en 1063,
donde las tropas Castellanas acudieron en auxilio del rey Moro de Zaragoza, en
aquella época protegido del monarca Castellano. Esta batalla probablemente fue
el bautismo de fuego del joven Campeador y su participación un lance más dentro
de la trama de la Reconquista.
El devenir de
los acontecimientos obligaría a Rodrigo como a otros tantos caballeros, a
buscar los servicios de otro señor tras haber perdido la confianza de su rey
Alfonso. Las causas del destierro y la caída en desgracia de un soldado de las
características del CID son diversas. Una de ellas, sería la desconfianza del
monarca Castellano por los hechos acontecidos después de la encomienda de
Rodrigo para recaudar las parias de Sevilla en 1.079. Los sucesos posteriores
sobrevenidos como consecuencia de estos hechos, y sobre todo el apresamiento
del noble castellano García Ordóñez, generarían instantáneamente una corriente
de desprestigio hacia la figura del CID entre los círculos cortesanos, que lo
acusaban de actuar de espaldas al rey. La comprensible arrogancia que pudiera
exhibir Rodrigo, debe ser tomada como fruto inevitablemente de sus éxitos, de
las irrefrenables ansias de victoria, de la juventud, y cómo no, resultado de
una fuerte personalidad. Ya se sabe que el éxito viene casi siempre acompañado
de la envidia, y el CID desde sus inicios fue víctima directa de ésta, la
animosidad hacia su figura le acompañará para siempre tanto como sus triunfos.
Pero no serían únicamente los celos los causantes de
su proceloso devenir como batallador, las razones Políticas serían concluyentes
y Rodrigo uno de sus actores principales. Sus actuaciones, aunque ceñidas a la
lógica de su cometido, con frecuencia se tornaban contrarias a los intereses de
la corona y quedaban trabadas por incontroladas intrigas.
Entonces si
tenemos en cuenta las circunstancias descritas anteriormente, y las
situamos en el escenario correcto en el que se producen, el calificativo de
Mercenario se muestra desprovisto de toda oportunidad y los hechos objetivos
desechan por antagónicos los términos que avalan sus atributos. Me refiero a
que las actuaciones de nuestro personaje muy lejos de verse fundamentadas por
un solo objetivo pecuniario, se consolidan en su conjunto por la demostración
constante y acreditada de las virtudes derivadas de las vinculaciones que antes
se han expuesto, verdaderas fuentes desde donde mana su comportamiento;
transfigurando los hechos que nos resultan más paradójicos en meros sucesos
provocados por la coyuntura propia de su tiempo.
Lo que verdaderamente desvirtúa su imagen, es
la amplificación de una parte de los acontecimientos en detrimento de otros,
con la dirigida intención de desacreditar al célebre caballero en pos de una
fingida modernidad. Esta corriente renovada pudiera enmarcarse dentro de la
vetusta “Leyenda Negra” pues persigue los mismos fines, si bien la procedencia
de sus propagadores es diferente. Los ideólogos actuales lejos de pertenecer a
otras naciones como lo fue en la antigüedad, habitan entre nosotros.
Todas estas
mixtificaciones parten de la ignorancia histórica del personaje, y no me refiero
a la ignorancia popular, sino a la más instruida. De Rodrigo se conocen muchas
facetas gracias al estudio meticuloso de su vida, pero se desconocen muchas
otras que contaminadas por la leyenda resisten a ser descubiertas. Lo cierto es
que hay hechos que aunque no demostrables –tengamos en cuenta que la Historia es
una ciencia– suponen una paradoja; lo es por ejemplo el incidente narrado en un
Romance Medieval y conocido como “La Jura de Santa Gadea”, donde el CID para
disipar las sospechas de la participación del rey Alfonso VI en la muerte de su
hermano Sancho II, obliga al monarca a abjurar públicamente de ello. Por el
contrario otras que se demostraban imposibles de haber acontecido, en recientes
estudios se han revelado como totalmente verídicas, me refiero a la batalla de
Alcocer. Autores muy reconocidos habían pensado que jamás esta batalla se había
producido, pero recientemente saltaba a la luz que estudios arqueológicos
realizados en una excavación de Áteca (Zaragoza) habían encontrado restos de
material Taifal Hispano-Musulmán del Siglo XI. Estos ejemplos son solamente una
muestra diminuta de la diversidad de factores que pueden llegar a alterar la
percepción que tenemos sobre el mito, intentar flanquear la figura de un
personaje tan amplio a base de cercenar porciones que suponemos como
irrefutables, no hacen más que disolver aún más en el contrahecho pasado la
efigie de tal insigne referente.
¿Acaso la
argumentación de la inexistencia de la mayor batalla en la que participó nuestro héroe, lo despojaría de su
empaque?. ¿Quizá la incertidumbre en los nombres y número de sus vástagos lo
privaría de su fama? O la severidad en la ejecución del necesario cometido de
“cobrador de impuestos”, ¿afearía su notabilidad?. Tristemente para los trileros
del embrollo sí.
La remozada
tendencia a deformar la figura del CID, ha llevado a sus artífices hasta
extremos que podríamos llamar esperpénticos. Así en la serie “El Ministerio del
Tiempo” de Tve1 –de la que soy verdadero admirador– en el capítulo dedicado al
CID, podemos ver como en un esfuerzo por desmitificar al personaje y sin
ninguna justificación lo trasforman en un maltratador con marcados rasgos
machistas, es decir, utilizan la percepción actual de una conducta execrable
para censurar su figura. Como remedio, se sustituye al primitivo caballero por
otro más contemporáneo revestido de las cualidades más modernas. En este caso
la trama urdida no justifica por innecesarios tales comportamientos y tampoco
estos elementos complementan la producción artística.
También la
aparición de libros como “La Nación Inventada” obra de Ignacio y Arsenio
Escolar, van dirigidos en esa dirección. En él, sus autores secuestran la
figura del CID para posteriormente liberarla transfigurada y despojada de su
esencia, claro está, tras el pago del rescate
que supone la asimilación de sus criterios.
Por supuesto, la libertad de
producción cultural y artística merece todo mi respeto, quiero decir que la
libertad del creador deber ser ponderada sobre todo si la utilización del
personaje es ofrecida a la creación poética, novelesca, teatral o fílmica, ya
que estos géneros intencionadamente moldean la figura como medio natural de
alcanzar los fines propios de estas materias. Así en la poesía –como es el caso
del Poema de Mío Cid– la distorsión del personaje lo lleva a su enaltecimiento
por la épica; en la novela, el teatro o el cine, el autor con toda
probabilidad, lo llevará a su gusto por derroteros y circunstancias
inverosímiles para crear una visión artificiosa de la persona. Todas estas
deformaciones aplicadas al de Vivar, lejos de adulterarlo lo profundizan sin
confundir al espectador, que sabe de antemano en el medio en el que se mueve el
personaje. No ocurre esto en la producción histórica donde el autor posee muy
poco espacio para maniobrar, y debe ceñirse lo más posible a los hechos y
acontecimientos, de los que puede opinar y por supuesto interpretar. Y ahí es
donde se centran los perversos esfuerzos de nuestros pedagogos, la
interpretación de los acontecimientos seleccionados se convierten en sus
verdaderas armas y con ellas acometen a nuestro héroe sin ningún temor a ser
acusados de falsear la verdad.
La intención de este pequeño artículo, sin voluntad
de arremeter contra nadie, me lleva a ejercer como abogado defensor de uno de
los símbolos más significativos de nuestra nación, verdadero capital que
debemos conservar y legar a las generaciones futuras mediante la divulgación de
sus atributos culturales. Tan amplio es el espectro Cidiano que podemos
encontrarlo alimentando profusamente multitud de creaciones artísticas, eventos
musicales, teatrales, de recreación o de simple ocio como lo son sus rutas
culturales.
Así que en
vista de los hechos y circunstancias expuestas no me queda más que pedir
la absolución del “que en buena hora ciñó espada”.
“Ya por la ciudad de Burgos el Cid Ruy Díaz entró.
Sesenta pendones lleva detrás el Campeador.
Todos salían a verle, niño, mujer y varón,
a las ventanas de Burgos mucha gente se asomó.
¡Cuántos ojos que lloraban de grande que era el dolor!
Y de los labios de todos sale la misma razón:
“¡Qué buen vasallo sería si tuviese buen señor!”
GALERÍA
Estatua de Burgos |
Estatua de El Cid de Mecerreyes (Burgos) |
Texto, fotografías e ilustraciones realizadas por:
Jorge J. Hervás Gómez Calcerrada.