LA ENCAMISADA

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miércoles, 17 de agosto de 2022

TRES RELATOS PARA COMEMORAR EL DÍA DE LOS TERCIOS.

Mientras seguimos con la confección del uniforme de los "Últimos de Filipinas", que volverá en posteriores entradas, y para no dejar tiempos muertos entre estas publicaciones, a continuación se van a publicar tres relatos escritos por mí, y que fueron presentados en los años 2020, 2021 y 2022 para conmemorar el recién creado día de los Tercios y dentro de los eventos organizados por la Asociación "31 enero Tercios".

Se trata de tres relatos en los que se cuentan diferentes hechos novelados relacionados con los Tervcios o con ocasión de la vida cotidiana en que se movieron estos temerarios soldados.

El primero, titulado MORTAJAS DE LODO, narra una Encamisada producida en las húmedas tierras de Flandes.


"MORTAJAS DE LODO."

POR JORGE JESÚS HERVÁS GÓMEZ-CALCERRADA

Tengan vuesas mercedes por presentados a mis compañeros de armas.

Cancerberos del Imperio, hacedores de fronteras y quitavidas.

No conozco pellejos más curtidos ni menos llenos de vino que estos hombres de temeraria fama ganada a golpe de espada. Hijos de mi propia madre, amamantados de sangre y heridas a más gloria del Rey nuestro señor.

Unos a mi espalda, otros en los flancos, ojos que me guardan mientras avanzo por esta vida de incomodidades y sacrificios, portando Rodel de fatiga y espada de esperanza.

Reos del juicio final, del que a buen seguro saldrán libertos por mediación de la virtud y la valentía, únicos amparos de sus pobres almas.

De todos lugares llegan abducidos por el sonido de la caja, vista larga, paso corto y mal comidos. Ciñen espada y daga en cuerpos mil veces zurcidos, manos grandes de piqueros, brazos firmes en los mosquetes.

Sin mas abalorios, lucen en ristra los “Doce Apóstoles” que alimentan el fuego de sus armas. Hombres honrados desprovistos de honores, que profesan la religión de las armas. Su cabeza cubren de Borgoñota, Yelmo y Morrión, sus pechos de Coselete y Coleto, el cuello de Gorjal.

También Lansquetes Tudescos y otros vienen a formar el arte de escuadronar, que aquí todos de la misma madre nacieron porque hermanos somos todos, los unos de los otros.  La muerte no conoce filiaciones en el campo de batalla, solo busca a aquellos que cobardemente la esquivan, por eso el enemigo muere más que nosotros, las escuadras españolas no temen la guadaña.

Dos días han pasado desde que entramos en batalla…bien parados salimos algunos, otros no.

Dos días escuchando los asonados quejidos y lamentos de los heridos que por la noche aún truenan más. El Fraile con su trotecillo corre entre ellos portando óleos y misal, intenta así curar sus maltrechas almas. Entre las sombras que la luz proyecta, puede verse a varios mochileros jóvenes llorando el infortunio de sus maestros, permanecen arrodillados a su regazo asiendo el Chambergo en una mano y en la otra el candil. 

El Cirujano de la Compañía bien arremangado va y viene entre los malogrados soldados quitándose y poniéndose las lentes según la necesidad, pues la luz es escasa para tan afanosa encomienda y los ojos del Galeno ya mermaron siendo bachiller. Siempre detrás de éste el Barbero, hombre de enorme porte y espíritu vivo que como ayudante le sirve, y de tanto servir pudiera decirse que conoce el oficio.

Así Fraile, Cirujano y Barbero formando trinidad, se afanan cada uno en lo suyo, que al fin todo es lo mismo, pues el barbero rebana y taja mejor que el Galeno, y éste viendo lo que hace el barbero reza en ocasiones más que el servidor de Cristo.

Con el paño de un Pendón sustraído al enemigo, el barbero venda testas, cubre incisiones y sujeta huesos quebrados, así el lienzo del escarnio ahora mitiga las dolencias de nuestros soldados.

Un Piquero Asturiano da un fuerte quejido lamentándose de no haber podido despachar a  más insurrectos, profiriendo seguidamente una cadena de maldecidos en la lengua de su origen, que solo el mismo diablo osaría en entender.

Mientras el Galeno zurce, a su lado el Barbero remueve las ascuas de los hierros cauterizantes que se iluminan en rojo vivo esperando exhalar el aroma de la carne quemada. Sacan uno y lo unden sin mas en la oquedad del hombro del soldado -¡Aaaarrggg! – grita mientras sopla -suerte de las bestias, que yaciendo heridas como yo son aliviadas de Mosquete, ¡pardiez!-, un humillo desfigura la faz del médico

La muerte asusta menos que las heridas, pues de tanto rondarla pareciera que ésta huye cual doncella ufana, acercándose coqueta a aquellos que más la esquivan en ronda siniestra. Acá la afrenta se torna en cortejo, y como buen caballero déjome llevar por las embaucaciones de todas las damas aunque de siniestro linaje procedan. Y si yaciendo en brazos de la Parca quedo, sólo en ese instante habré padecido, pues herido o mutilado no he de servir a mi Rey, y un soldado que no sirve no es soldado, así pues como de otra cosa no soy diestro, la penosa vida del tullido será la condena que me quede. El Soldado tullido sólo empuña muleta, desesperanza y dádiva, … el muerto esgrime honor, honra y ejemplo. Así, mejor Muerto que mal Vivo ¡Pardiéz!.

Mientras, no cesa de llover, las pocas alimañas que habitan por estas tierras huyen a las primeras gotas. Nosotros ni eso podemos.

El Fraile que nos acompaña se apresura a recoger los efectos de la misa que se había preparado, arrastrando los hábitos por el barro. El agua le recorre en hileras su extensa calva uniéndose en afluentes hasta la barbilla.

Las Caballerías buscan el poco resguardo que los arbustos les ofrecen, mientras yo y alguno de mis compañeros nos apresuramos a poner a salvo los barriles de pólvora, que atascados en el barro se embarrancan cuanto más los empujamos.

La humedad mata más que el Arcabuz, yo la he visto acabar con hombres que de mil formas se libraron en batalla de unirse con el creador. Por eso es conveniente alejarse de ella, y del matasanos que con sus ungüentos dice curarla. Una vez hizo que tragara las vísceras cocidas de no sé que animal, que a poco hubiera preferido recibir un tajo de vizcaína. Desde entonces procuro alejarme tanto de la maldita humedad como del quitamales. 

Camisa y pañuelo, debajo, hombres de barro. Bien regados de vino para mitigar frío y hambre. Antorchas apagadas prestas a sabotear la poca pólvora que el agua no haya malogrado. Al poco todo se ilumina y con el resplandor, las caras embarradas asustan más que las explosiones. Ellos corren, ¡Malditos Españoles!.

Nuestras espectrales figuras rebanan cuanto a su paso se cruza.

Ojos que levitan en la oscuridad, mortajas de lodo, y la maldita humedad.

 

El segundo, titulado CRÓNICA DE UNOS JUEGOS DE CAÑAS, reproduce la celebración de uno de los espectáculos más populosos y célebres de los siglos XVI, XVII y XVIII en España, los "Juegos de Cañas".



CRÓNICA DE UNOS JUEGOS DE CAÑAS.

POR JORGE J. HERVÁS GÓMEZ-CALCERRADA

La excepcionalidad de la audiencia era notoria en las calles de la villa, el noble encuentro trocaba la presencia de capeadores y cicateros en las rondas y costanillas por la de lindos hombres de pericón inquieto, tufos, melenas y copetes. Sus arrogantes guisas relajaban sus faltriqueras y la propicia ocasión era aprovechada por los hombres de leva para afanar sus bolsas y a la carrera se les podía ver por la calle Toledo mientras algún Alguacil de Vagabundos con más ruido que anhelos les perseguía hasta que los maliciosos se diluían entre la muchedumbre.

Hiladas de pulcros carruajes llegaban desde todos los vientos hasta la Plaza del Arrabal, unos por el Camino de Toledo, otros el de atocha. La Plaza porticada se había engalanado tanto como su ilustre concurrencia, vestidas las balconadas con lienzos y guirnaldas que dejaban ver el ladrillo rojo de las fachadas, debajo, el pavimento cubierto por abundante arena y en sus límites bien situados en los bancos de madera, se podían distinguir a los Consejeros de su Majestad, aristócratas de diverso linaje y a los representantes de la Cofradías, tan habituales en estas galas. Los ufanos espectadores se disputaban los soportales de Pañeros pues eran los más buscados por la dulce entrega de su sombra a la llegada de la tarde y en ocasiones no eran pocos los berrinches que ocasionaba este premeditado fin.

En la casa que llaman de la Panadería, una balconada prevalece sobre las otras, tan acicalada galería es la destinada al aposento y presidencia de nuestro señor Felipe IV, también llamado el “Grande” y que con su real presencia solemniza y encumbra estos juegos como agasajo y lisonja de Carlos Estuardo, Príncipe de Gales.

Tras la sonora y regia presencia de los ilustres citados, conducidos por animados músicos, por diferentes partes toman plaza los padrinos vestidos de ricas libreas, seguidos de sus lacayos provocando la incontinente satisfacción del preparado auditorio. Los valedores simulan retos y afrentas y vuelven a salir deshaciendo la derrota para luego retornar seguidos por reatas de acémilas ricamente adornadas que portan las cañas con las que sus apadrinados combatirán. A continuación dan vueltas a la plaza hasta llegar al lugar donde baten un pañuelo haciéndolo tremolar al modo que lo hacen las banderas y estandartes para significar la salvaguardia de un lugar. Entonces todo ya está preparado. Ante la atenta mirada de los circunstantes comienzan a entrar las cuadrillas de oponentes entre los que se haya alguna muy noble e ilustre personalidad cuya presencia todos celebran. Montados en fila de jineta, los caballeros portan a la siniestra una adarga con la divisa y el sobrenombre elegido, en la diestra elegantemente bordada destaca una manga de las que llaman sarracenas. Hasta ocho cuadrillas se han formado, y se reparten cuatro de una parte y cuatro de otra, tras la primera toma de contacto, las caballerías pegadas las unas a las otras comienzan a dar vueltas por el improvisado palenque formando bellos caracoles, las damas con asiento más fronterizo fingen espanto ante el temblor del adoquinado a cada giro. Los caballos soplan y soplan a cada vuelta barruntando la cercanía del acometimiento, de este modo el sonido de los aparejos de montar se acompasa con los cascos de los caballos, indicando que todo está a punto de iniciarse.

Ya comienza el duelo entre todos ellos. Unos lanzan a otros oleadas incesantes de cañas, los otros se protegen de éstas alzando sus adargas como pueden, y huyendo todos ellos dibujando círculos. Se suceden unas cargas a otras, haciendo que los agredidos se conviertan ahora en agresores, y así sucesivamente. Los adversarios gritan eufóricos ¡Santiago!, ¡Santiago!, siendo respondidos por otros ¡Cierra!, ¡Cierra!, mientras, algunos dardos caen muy cerca de la desasistida muchedumbre que alborozada se desgañita cada vez que una caña se quiebra al topar con las ilustres adargas.

Tras los muy vistosos y repetidos encuentros, los más diestros y los menos avezados se entreveran de a dos lanzando al unísono las cañas al aire, el choque de los bohordos nuevamente es celebrado con alborozo mientras los padrinos bajando de sus estrados desarman con su presencia a los complacidos caballeros.

El festejo había llegado a su fin, ahora al gusto de su majestad sería rematado con la suelta de un toro, para lo cual se cerraban las puertas y se animaba a los caballeros a tomar rejones. Uno de esos caballeros muy aficionado a lanceo de reses era el Conde de Villamediana, devoto de los toros y de los versos satíricos, sus lances en unos y otros eran celebrados deforma desorbitada, su destreza y vehemencia sólo era superada, y en qué grado, por el mismísimo rey, gran aficionado a la Tauromaquia. Se dice que viendo la torpeza de los diestros para matar al astado a lanzazos, no dudó en echar pie a la arena con un arcabuz en la mano, acabando con el sufrimiento del toro de un certero disparo. La muchedumbre impresionada, le agració con una gran aclamación.

Dígolo por haberlo presenciado…..o no. Ustedes dirán.

Toma el rejón, parte airoso

y él y el brazo a un tiempo dieron

rotas astillas al aire,

miedo al toro y sangre al suelo;

y vistoso, aunque ofendido,

sacó el animal soberbio,

por penacho de la frente

la tercer parte del fresno.

Francisco de Quevedo

 

Y por último, el tercero, UNA CRUZ TUMULARIA PARA D. DIEGO DUQUE DE ESTRADA, nos traslada hasta la procelosa vida del Caballero D. Diego Duque de Estrada y las Cruces Tumularias.


«UNA CRUZ TUMULARIA PARA D. DIEGO DUQUE DE ESTRADA».

POR JORGE J. HERVÁS GÓMEZ-CALCERRADA.

Yo, D. Diego Duque de Estrada, el que fuera con gran aprecio a Dios humilde servidor suyo en todas las tierras a las que mi temeridad me acarreó. Desde Berbería a Flandes, de Barcelona a la bella Nápoles y ahora desde mi retiro como juandediano del cenobio de la Cerdeña, vengo a impetrar con mi retiro y expiación la gracia de la salvación divina para mi alma.

Ánima religiosa y de buena fama, que hube de defender en incontables e incontenibles trances y lances, siempre para mayor reputación suya y de España. Así, por cada aventura de la que casi siempre obré con gran resolución y destreza, sus terribles consecuencias la ennoblecieron y agrandaron sin temor de la aquiescencia divina por cuanto en su voto todas ellas fueron hechas. Por trances y lances he de expresar que se trataban, casi siempre y con frecuencia, de duelos con los que limpiar con sangre la mancha del honor, que debe siempre guardarse por delante de la hacienda, la Patria y el Rey.

Sirvan estos hechos engendrados durante mi procelosa vida como penitencia, esperado de cuantos los oyesen y comprendiesen, que obren en su reparo tal y como suplico al remate de todos ellos, esperando, como digo, la salvación de mi alma, ahora amenazada.

TRANCE I.- POR CELOS ARREBATADO.

Así sucedió siendo yo joven y cortesano en la villa de Madrid, cuando una tarde aciaga hallé amancebados y en lujuriosa disposición a mi entonces amada junto con mi más leal compañero. Arrebatado y esgrimiendo espada a la diestra y daga en la siniestra, les despojé a los dos, de vida y honra, con su sangre. Por este apuro fui obligado a dejar la corte, embozado de la noche partí hacia el mediodía perseguido de la justicia por trochas y caminos, sucio de jubón pero con el alma limpia por el fatal desquite. No sería aquel el último encuentro.

TRANCE II.- DUELOS Y QUEBRANTOS.

A la feliz y próspera Cádiz llegué en buena hora; confín de indias, raya con la Berbería, todas las oportunidades reunía. Ciudad abundante de casi todo, tabernas, posadas, figones y de acomodadas damas, que por causa de su enorme hacienda posaban con el ánimo inapetente de su aburrida existencia, resultando caudal precioso a los ojos de extraños.

Como reclamo y gala para mi inédita fama, comencé a frecuentar las calles bien aliñado de espada, sombrero, y mondadientes, que así pareciese que con el palillo en la boca urgaba entre los dientes las sobras de una abundante pitanza. Aparentando saciado se elevaba mi prestancia entre sus famélicos habitantes, y sólo quedaba batirme para terminar mis andanzas.

Cualquier pretexto servía como chanza. Al cruzarme con algún “desuellacaras”, yo le saludaba cortésmente y esperaba su réplica, si ésta no se producía y el rufián súbitamente no me atendía, de inmediato una satisfacción le pedía. En buena liza me batía, y con frecuencia era yo mismo el que tiraba la estocada, otras, el sorprendido las esquivaba, hasta alguna hubo que atravesando mi jubón pasó de la otra parte al mismo lado, que si me coge de lleno me hubiera dejado a buenas noches. Así fueron múltiples mis encuentros, o mejor debiera decir mis desencuentros en costanillas, callejones, tabernas y soportales, donde por mi fama en la villa dejé a la “gente de carda” despachados y con la guarda hundida en sus entrañas.

Recuerdo cierta noche, creo, en plena Cuaresma, andaba yo como de ordinario, en la taberna. Era una herrumbrosa leonera plena de vicio y sinvergüenzas, oscura y azarosa por cuanto en ella se fundían gariteros con bellacos que a los naipes se divertían. En una mesa, a la que siempre solía, se dieron cita varios caballeros.-o por eso pasaban- que con alegría jugaban, comían y bebían. Uniéndome a ellos expuse mi bolsa de piel de gato que plena contenía mi hacienda. Bastó la muestra para comenzar la partida. Eran todos ellos, profesionales del juego, llamados “ciertos” por estos mundos, que diestramente repartían la suerte. Al principio con tino, luego con desatino; fue entonces cuando puse más atención en los apaños y manejos que en mis lances, observando como uno de ellos, con guantes descabezados, tras coger el abanico de naipes, con disimulo y continencia, raspaba las cartas con la enorme uña crecida de su meñique, dejando una marca casi inapreciable que sólo ellos esperaban. Pude ver también, que tras la timba, otro tramposo, que como rufián procedía, raudo la baraja escamoteaba por si alguno presentaba sus sospechas.

                Esto es, que tras varios lances, con mi certeza más verdadera, dando un salto dije:

¡Flor!, por naipes hechos, – mientras undía mi ganchosa en la mesa.

El envite, que por acusación de trampa claramente tomaron, a uno lo dejó “desmirlado”, esto es, sin orejas y de hurgón calmado. El otro,  que a su izquierda se situaba, con el filo de mi daga crucé su cara, no atinando el cobarde a desnudar su doncella. La mía, que sin vaina se hallaba desprovista, lo destripó y murió de una larga agonía con los naipes tomados como devocionario.

Tras los acaecidos de la taberna y otros en Sevilla y Antequera, puse rumbo a Berbería.

TRANCE III.- EN TIERRAS DE LA BERBERÍA

Llegó en esos tiempos noticia del embarque a galeras bajo el patrocinio del Marqués de Germán, con rumbo a las costas berberiscas. La oportunidad, por tratarse de la milicia, me procuró la aprobación de las damas, y la sustracción de la justicia. En poco tiempo, embarcado junto a 3000 infantes a las costas de Larache fue a parar mi destino incierto. Era cosa del Rey sumar esta plaza a sus posesiones, para lo cual adelantó a D. Pedro de Toledo con el que viajamos. No hubo ocasión de acometer, puesto que la ciudad fue rendida en buena lid a nuestro Rey. No acontecería de igual forma en las otras ocasiones en que tuve que batirme en aquellas tierras, unas veces embarcado, otrora por tierra.

Víme muerto, herido y por último, cautivo.

Cierta noche, embarcado cerca de las tierras de los moros, ocultos de la luna, fuimos abordados por corsarios que como demonios nos atacaron. Unos por proa, por la popa los otros. Demonios de terribles cimitarras curvadas hacia nuestros golletes, de garfios y arpones lacerantes con los que mermar nuestra presencia, hasta caer todos muertos o al agua. También los demonios sufrieron la avaricia de nuestras tizonas en una cantidad de seis, lo digo con la seguridad de haber despachado yo mismo a tres que por la espalda se lanzaron, quedando aliviados de sobaco al instante, de linfa desocupados y bien ensartados.

Herido,  fui hecho cautivo y desprendido de los bienes más preciados que un hombre puede poseer, la dignidad y la justicia. Privado por más de un año de estas facultades, y con la única asistencia del altísimo, fui esclavizado. Otro esclavo,  como capricho del destino -antiguo asistente de mi abuelo- obraría contra mi privación.

TRANCE IV.-DE COMO LA LIBERTAD ES EFÍMERA.

        Poco duró mi felicidad, por cuanto la autoridad vernácula teniendo noticia de mis andanzas y mi presencia, hízome preso en Toledo. Sufrí grandes torturas y tormentos, acusado, como no, de muchos homicidios violentos de tantos como les cuento; ocurridos, con frecuencia por desencuentros, duelos y acomentimientos.

Sentenciado a muerte recurrí a la apelación del Duque de Lerma, que no hubo tiempo de mediar en mi desgracia, pues lo haría cierta monja a la que conocía y cortejaba. La religiosa viéndose alagada por mi prestancia y gallardía, facilitó mi fuga bajo promesa de amor. Así nuevamente liberto quedaba. De ahí, a las otras Españas mi presencia ofrecí.

Por todo lo relatado, y conociendo la existencia del Purgatorio, por donde todas las almas han de pasar en su largo peregrinaje antes de alcanzar la visión beatífica de Dios. Me consagro víctima de la Iglesia de Roma, quien ordena la descomulgación de todos los participantes en duelos, y que su advertencia de esta forma se expresa:

«Extermínese enteramente del mundo cristiano la detestable costumbre de los desafíos. Los que entraren en el desafío, y los que se llaman sus padrinos, incurran en la pena de excomunión y de la pérdida de todos sus bienes, y en la de infamia perpetua, y deben ser castigados según los sagrados cánones, como homicidas; y si muriesen en el mismo desafío, carezcan perpetuamente de sepultura eclesiástica».

Desesperado por su firmeza, grito mi malograda queja, que implora del buen cristiano su absolución y asistencia.

-¡Oh maldita y descomulgada ley del duelo, nacida en el infierno y criada y alimentada en la tierra, devoradora de vidas y haciendas, hija de ira y soberbia y madre de la venganza y perdición, ruina total de los humanos y perturbadora del sagrado templo de la paz!.

– Ruego del buen creyente, que conozca mis paraderos, esto es, soportales, costanillas y callejones donde incité a duelo, rasgue en la pared o en el suelo, un Túmulo con una cruz izada, para que al pasar la gente caritativa rece por mi alma cautiva lo que la curia me negaba.

 

Espero que estos cortos relatos hagan más llevadero este tórrido verano.

Texto e ilustraciones realizadas por Jorge J. Hervás Gómez-Calcerrada.